miércoles, 8 de diciembre de 2010

ASPECTOS GENERALES DE LA DEMOCRÁCIA

La democracia es un sistema de gobierno dentro del cual todo miembro de la sociedad es considerado exclusivamente como un hombre. En lo que se refiere a una ordenación positiva -si puede llamarse así el reconocimiento del más elemental de los principios-, todo individuo es igual a otro cualquiera. El talento y la riqueza, dondequiera que se manifiesten, no dejarán de ejercer cierta influencia, sin que haya menester de instituciones positivas de la sociedad que secunden su operación.

Pero existen desventajas que parecen ser consecuencia necesaria de la igualdad democrática. Es lógico suponer que en toda colectividad los ignorantes serán más que los sabios y de ahí podría deducirse que la suerte del conjunto estaría a merced de la ignorancia y de la necedad. Es verdad que el ignorante se halla generalmente dispuesto a dejarse guiar por el sabio, pero su propia ignorancia le impedirá discernir acerca del mérito de sus guías. El demagogo astuto y turbulento poseerá con frecuencia mayores posibilidades de impresionar su juicio que el hombre de más puras intenciones, pero de talento menos brillante. Agréguese a esto que el demagogo dispone de un infalible recurso en la explotación de esa debilidad humana consistente en preferir el efímero presente al futuro más substancial. Esto es lo que generalmente se llama jugar con las pasiones humanas. La verdad política ha sido hasta ahora un enigma que los más grandes ingenios no han podido resolver. ¿Puede admitirse que la ignara multitud será capaz de resistir la hábil sofistería y la elocuencia cautivadora que se empleará para confundida? ¿No ocurrirá a menudo que los esquemas propuestos por los agitadores ambiciosos poseerán más atracción venal que el proyecto sobrio y severo que el estadista apto será incapaz de compensar?
Una de las causas más fecundas de felicidad humana consiste en la vigencia estable y segura de ciertos inalterables principios establecidos. Pero precisamente la fluctuación y la inconstancia constituyen rasgos característicos de la democracia. Sólo el filósofo que ha meditado profundamente acerca de los principios, se mantiene inflexible en su adhesión a ellos. La mayoría de los hombres, que jamás han ordenado sistemáticamente sus reflexiones, se hallan a merced de impulsos momentáneos, propensos a ser arrastrados por cualquier corriente ocasional. Esta inconstancia constituye justamente el reverso de toda idea de justicia política.
Esto no es todo. La democracia es como un enorme barco sin timón, lanzado sin lastre al mar de las pasiones humanas. La libertad en su forma ilimitada se halla en peligro de perderse apenas es obtenida. El individuo ambicioso no halla en ese sistema de relaciones humanas ningún freno a sus deseos. Sólo debe deslumbrar y engañar a la multitud para alcanzar el poder absoluto.
Otra consecuencia funesta surge de esta circunstancia. La masa, consciente de su debilidad, vivirá en un estado de constante inquietud y suspicacia, precisamente en relación con su amor a la libertad y a la igualdad. ¿Hay alguien que haya revelado virtudes excepcionales o prestado servicios eminentes a la patria? Se le atribuirán inmediatamente secretas aspiraciones a la tiranía. Circunstancias diversas vendrán a secundar esta acusación; la tendencia general a lo novedoso, la incapacidad de la masa para comprender el carácter y los móviles de los hombres que están muy por encima de ella. A semejanza de los atenienses, se cansará pronto de oír llamar justo a Arístides. De tal modo, el mérito será con frecuencia víctima de la ignorancia y la envidia. Todo lo que sea noble y elevado, lo más sublime que la mente humana en su mayor grado de perfección haya podido concebir, será aplastado por la turbulencia de las pasiones desenfrenadas y las imposiciones de una salvaje insensatez.
Si semejante cuadro debiera realizarse necesariamente donde se aplicasen los principios democráticos, la suerte de la humanidad sería harto infortunada. No puede concebirse forma alguna de gobierno que no participe de la monarquía, de la aristocracia o de la democracia. Hemos examinado ampliamente las dos primeras y creemos imposible que puedan caer sobre la humanidad males más grandes o más inveterados que los que le son infligidos por ambos sistemas. No puede haber injusticia, vicio y degradación que superen las inevitables consecuencias de los principios sobre los cuales se asientan dichos sistemas. Por consiguiente, si con diversos argumentos pudiera demostrarse que la democracia se halla al mismo nivel que aquellas monstruosas instituciones, donde no existe lugar para la razón y la justicia, las perspectivas de la futura dicha de la humanidad serían ciertamente deplorables.
Pero no es verdad que así sea. Suponiendo que debamos aceptar la democracia con todas las desventajas que le han atribuído y que no fuera posible hallar remedio para alguno de sus defectos, ella será siempre preferible a los demás sistemas. Tomemos el caso de Atenas, con su inestabilidad y turbulencia; con las tiranías benignas y populares de Pisístrato y de Pericles; con su monstruoso ostracismo, mediante el cual se solía desterrar, con evidente injusticia, a eminentes ciudadanos que no habían cometido delito alguno; con la prisión de Milcíades, el destierro de Arístides, el asesinato de Foción; aun con todos estos errores, es indiscutible que Atenas ofreció un conjunto más envidiable e ilustre que todas las monarquías y aristocracias que jamás hayan existido. ¿Quién ha de rechazar el noble amor a la independencia y a la virtud, por el hecho de que fue acompañado por algunas irregularidades? ¿Quién ha de condenar sin atenuantes el pensamiento profundo, el agudo ingenio y los nobles sentimientos, porque algunas veces dieron lugar a impetuosidades y excesos? ¿Habremos de comparar a un pueblo que ha realizado tan magníficas proezas, de tan exquisito refinamiento, alegre sin insensibilidad, espléndido sin intemperancia, de cuyo seno han surgido los más grandes poetas, los más nobles artistas, los más perfectos oradores y escritores políticos y los filósofos más desinteresados que el mundo ha conocido; habremos de comparar esa magnífica sed de patriotismo, de independencia y virtud generosa, con los torpes y mezquinos dominios de las monarquías y las aristocracias? No todo lo que parece quietud equivale a felicidad. Es preferible cierta fluctuación y turbulencia a esa tranquilidad malsana, ajena a la virtud.
Uno de los más flagrantes motivos de error en el juicio que generalmente se háce de la democracia, consiste en considerar a los hombres tales como la monarquía y la aristocracia los han forjado y en juzgar en tal condición acerca de su capacidad de gobernarse a sí mismos. Aristocracia y monarquía no serían tan grandes males si su tendencia esencial no fuera la de minar la virtud y el entendimiento de sus súbditos. Es indispensable suprimir las trabas que impiden el vuelo natural del pensamiento. Fe implícita, ciega sumisión a la autoridad, vacilación pusilánime, desconfianza en la propia fuerza, subestimación de la personalidad y de los altos designios que somos capaces de realizar, he ahí los principales obstáculos que se oponen al perfeccionamiento humano. La democracia restablece en el hombre la conciencia de su propio valor, le enseña a superar la opresión y la autoridad para seguir tan sólo los dictados de la razón; le habilita para tratar a los demás hombres como semejantes, a considerarlos como hermanos a quienes debe prestar ayuda y no como a enemigos contra los cuales hay que estar perpetuamente en guardia. Cuando el ciudadano de un Estado democrático observa la miserable opresión y la injusticia que reinan en los países que lo rodean, no puede menos que sentir una profunda satisfacción por las ventajas de que disfruta y una disposición inquebrantable para defenderlas ante cualquier eventualidad. La influencia que ejerce la democracia sobre los sentimientos de sus integrantes es de carácter negativo, pero sus consecuencias son de valor inestimable. Nada más fuera de razón que discutir acerca de los hombres tales como hoy los encontramos, en relación con lo que podrán ser en el futuro. Un razonamiento rígido y sumario, en lugar de impresionamos por las grandes realizaciones de Atenas, nos haría extrañar de que contenga tantas imperfecciones.
El camino hacia la perfección humana es en extremo sencillo. Consiste en hablar y actuar de acuerdo con la verdad. Si los atenienses lo hubieran seguido en mayor grado, no habrían incurrido en ciertos flagrantes errores. Proclamar la verdad, sin reservas, en todos los casos; administrar justicia sin parcialidad, son normas que, una vez adoptadas, demuestran que son las más fecundas. Iluminan la inteligencia, dan vigor al juicio y quitan a la falsedad su plausible apariencia. En Atenas los ciudadanos solían ser deslumbrados por la ostentación y el esplendor. Si pudiera descubrirse qué principio erróneo de sus instituciones los indujo a incurrir en tal debilidad; si fuera posible concebir una forma de sociedad en la cual los hombres se habituaran a juzgar de modo sobrio y preciso, a ejercitarse en la práctica de la verdad y la sencillez, perdería entonces la democracia los rasgos de turbulencia, de veleidad e inestabilidad que la han caracterizado muy a menudo. Nada puede ser más seguro que la omnipotencia de la verdad, es decir la estrecha conexión entre el juicio y la conducta exterior. Si la ciencia es susceptible de indefinido progreso, los hombres han de ser también capaces de progresar indefinidamente en sabiduría práctica y en justicia. Una vez establecido el principio de la perfectibilidad del hombre, habrá de admitirse necesariamente que nos encaminamos hacia un estado de cosas en que la verdad será una realidad demasiado visible para ser tergiversada y la justicia un hecho práctico que no será fácilmente contrarrestado. No vemos razón para pensar que semejante estado de cosas sea tan distante como pudiera creerse de inmediato. El error debe principalmente su predominio a las instituciones sociales. Si permitimos el libre desarrollo del espíritu humano, sin tratar de imponerIe ninguna clase de regulaciones políticas, la humanidad alcanzará el imperio de la verdad en plazo no lejano. El conflicto entre la verdad y el error es de por sí demasiado desigual para la primera para tener necesidad de sostenerIa por un aliado político. Cuanto más se revele la verdad, en lo que atañe al hombre dentro de la convivencia social, tanto más simple y evidente aparecerá ante nuestro juicio. Y sólo podrá explicarse que haya permanecido oculta durante tanto tiempo, por el pernicioso influjo de las instituciones positivas.
Hay otra observación señalada a menudo para explicar los defectos de las antiguas democracias, la que merece nuestra atención. Los antiguos no estaban familiarizados con la idea de las asambleas de delegados o representantes. Es razonable suponer que los mismos problemas que en tales asambleas podrían ser resueltos dentro del mayor orden, fueran susceptibles de provocar gran confusión y tumulto si se sometían a la discusión del conjunto de los ciudadanos (1). Mediante ese acertado recurso pueden asegurarse los pretendidos beneficios de la aristocracia junto con los reales beneficios de la democracia. La dilucidación de los problemas nacionales habría de ser conferida a personas de superior educación y juicio, las que además de ser intérpretes autorizadas del sentir de sus comitentes, dispondrían también de la facultad de actuar en nombre de ellas en determinados casos, del mismo modo que los padres iletrados delegan la autoridad sobre sus hijos en maestros que poseen mayor ilustración. Esta idea, en sus justos límites, puede contar con nuestra aprobación, siempre que el elector tenga el tino de ejercitar constantemente su propio pensamiento ante los problemas políticos que le atañen, haciendo uso de la facultad de censura sobre sus representantes y siempre que pueda retirarles el mandato, cuando halle que no lo interpreten debidamente, para transferir su delegación a otro.
El verdadero valor del sistema representativo reside en lo que a continuación se expone. No hay motivo para dudar que los hombres, ya sea actúando directamente o por medio de sus representantes, logren finalmente resolver las cuestiones sometidas a su consideración, con buen discernimiento y calma, siempre que la imperfección de las instituciones políticas no opongan obstáculos en su camino. Este es el principio en el cual el verdadero filósofo se afirmará con la mayor satisfacción. Si resultara que el sistema representativo y no las asambleas populares constituye el régimen más razonable, es indudable que cualquier error que en esta cuestión previa se cometiera, habrá de producir asimismo errores en la práctica de dicho sistema. No podemos dar un paso en falso sin exponernos a incurrir en toda una serie de equivocaciones, sufriendo las malas consecuencias que de ello habrían de dimanar.
Tales son los rasgos generales del gobierno democrático. Pero se trata de una cuestión demasiado importante para abandonarla sin el más cuidadoso examen de cuanto pudiera contribuir a formar nuestro juicio sobre la misma. Procederemos a considerar otras objeciones que han sido opuestas contra esa forma de gobierno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario